LA LUZ QUE NACE DESPUÉS DE LA VERDAD
LA LUZ QUE NACE DESPUÉS DE LA VERDAD
Un viaje hacia lo que duele, para encontrar lo que ilumina.
Hay personas para las que la Navidad no llega
desde afuera, sino desde dentro. No se encienden luces: se enciende la memoria.
Una memoria que no pertenece al pensamiento ni al presente. Una memoria más
antigua, más silenciosa, más fiel que cualquier tradición. A veces creemos que
diciembre nos pesa por lo que ocurre afuera, pero la verdad es otra: diciembre
despierta lo que llevamos dentro sin resolver. Es como si la Navidad tocara la
cuerda más fina del alma, esa que nunca desafina, esa que siempre responde,
aunque queramos ignorarla.
Hay casas en las que uno entra y el cuerpo se
encoge sin motivo aparente. No es el hermano difícil, ni el cuñado incómodo, ni
el padre distante. Es algo más profundo. Algo que vibra debajo de ellos, como
si estuvieran hechos de capas superpuestas de historias que no se contaron,
dolores que no se procesaron, silencios que fueron utilidad y castigo a la vez.
Uno no reacciona a las personas: reacciona a lo que representan en la
arquitectura invisible del sistema familiar. Y la Navidad, sin anestesia, activa
esa arquitectura como si alumbrara un mapa que el resto del año permanece
oculto.
Hay quienes sienten rechazo hacia estas fechas y
no saben explicarlo. Pero si se atrevieran a detenerse, a sentir sin
interpretar, descubrirían que no rechazan la Navidad. Rechazan la versión de sí
mismos que aparece en Navidad. Esa versión que aprendió a callar para no
tensar, a agradar para no perder, a sostener para que otros no cayeran, a
hacerse pequeña para que el mundo no se rompiera. La Navidad no trae ese
personaje: lo revela. Y verlo duele. Duele porque es verdad.
También está la ausencia. Esa presencia extraña
que llena más que los cuerpos que sí están. La silla vacía, la voz que ya no
existe, el espacio que no se nombra para no quebrarse. Pero la ausencia no es
hueco: es eco. El eco de un vínculo que aún vibra, de un orden que cambió, de
una vida que sigue moviéndose, aunque falte quien la sostenía. En Navidad, las
ausencias se hacen grandes no por lo que se extraña, sino por lo que nos
obligan a mirar: quiénes somos ahora que ya no somos lo que éramos cuando esa
persona estaba.
He visto personas enfrentarse a esta época como
quien se enfrenta a un espejo sin marco. Personas que no lloran, no dicen, no
huyen… pero sienten. Sienten ese temblor que no es debilidad, sino lucidez.
Porque hay un instante —breve, íntimo, preciso— en el que uno se da cuenta de
que lo que duele no es la Navidad… es la verdad que la Navidad muestra. Esa
verdad que normalmente tapamos con prisa, ruido, trabajo, hábitos. Pero
diciembre no tolera disfraces. Diciembre nombra. Diciembre señala. Diciembre
desnuda.
Pienso ahora en una mujer que siempre evitaba
volver a casa por Navidad. No era odio, ni rencor, ni distancia. Era algo que
no podía explicar. Un año decidió ir. Entró, se sentó, miró la mesa de siempre…
y vio algo que nunca había visto: su propia ausencia dentro de esa escena. Ella
estaba presente, pero no estaba. Durante años ocupó un papel que ya no le
pertenecía. Ese día, por fin, lo reconoció. No hizo discurso, no lloró, no
reclamó. Solo se dio cuenta. Y esa sola comprensión cambió la energía de toda la
sala. A veces, cuando uno vuelve a sí mismo, el sistema entero respira
distinto.
La Navidad no viene a resolver. Viene a revelar.
Nos revela lo que aún cargamos, lo que no nos corresponde, lo que repetimos sin
saber, lo que callamos sin querer, lo que sentimos sin permiso. Y sí, puede
doler. Puede no gustar. Puede sacudir. Pero también puede despertar. Porque lo
que se ve, ya no gobierna igual. Lo que se comprende, ya no pesa igual. Lo que
se acepta, ya no hiere igual.
Y después, cuando uno ya ha atravesado ese
territorio de sombra, cuando ya ha visto lo que evita, lo que teme, lo que
llora, aparece algo inesperado. Aparece la Navidad profunda. No la de afuera.
La de adentro. La Navidad que no se celebra en una mesa, sino en un
entendimiento. La Navidad que no pide alegría, sino verdad. La Navidad que no
une familias, sino consciencias. La Navidad que no promete milagros, pero deja
la puerta abierta para que lleguen.
La belleza real de la Navidad no está en lo que
brilla, sino en lo que permanece cuando todo el brillo se apaga. La belleza
está en comprender que, incluso entre heridas, seguimos perteneciendo. Que,
incluso entre tensiones, seguimos conectados a algo más grande que nuestras
diferencias. Que incluso en el dolor, hay un orden tratando de abrirse paso. La
Navidad es bella porque nos recuerda que somos continuidad. Que somos raíz. Que
somos memoria viva, pulsando a través de nuestra historia personal y ancestral.
Y lo más profundo: la Navidad es bella porque,
después de confrontarnos con lo real, nos devuelve a lo esencial. Nos devuelve
al lugar interno donde la vida se siente posible otra vez. Donde el alma
reposa. Donde la luz no compite con la oscuridad: la acompaña. Donde entendemos
que lo que duele no es enemigo, sino maestro. Que lo que vuelve cada diciembre
no viene a castigarnos, sino a completarnos. Que lo que se rompe frente a la
familia, se recompone dentro del alma.
La Navidad es bella, porque al final de todo…
siempre nos devuelve a nosotros mismos. Y ahí, en ese regreso, empieza la
verdadera luz.
Tere Valero
- ASESORA PROFESIONAL EN ASTROGENEALOGÍA
- ASESORA PROFESIONAL DE CONSTELACIONES SISTÉMICAS
- BIODECODIFICACIÓN ASTROLÓGICA.
- MASTER EN MOVIMIENTO DE LAS ESFERAS INTERNAS
tere.valero7@gmail.com

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